A un chorizo de la muerte

El médico le ha dicho que no. Acaba de llegar a una casa en la que aún no le espera nadie, su casa, a la que siempre llega el primero.

Agradece ese silencio al entrar, la penumbra de cada estancia salpicada por pequeños pilotos luminosos; el router, la televisión, el portátil de su hijo siempre enchufado, el frigorífico… El frigorífico, ¿y ahora qué?

El médico le ha dicho que no y no sabe cómo renunciar a su momento de paz. Su ritual al salir del trabajo, el que le acompaña desde hace muchos años, los mismos que la repulsa hacia sus compañeros, su jefe, los albaranes, las facturas, las llamadas, los proveedores, los clientes. Todos unos inútiles. Y él, que solo se levanta cada mañana para repetir su ritual de la tarde, ahora el médico le dice que no.

Adiós a abrir el frigorífico al llegar, coger una lata fría de cerveza, sentir una pequeña erección al escuchar la chapa abriéndose, el gas y el primer trago largo deslizándose por su garganta. Después siempre la deja en la encimera, un momento solo y coge un bol del estante de arriba del fregadero. Lo llena de patatas fritas o de nachos o cualquier snack aderezado con glutamato. Los viernes, añade salchichón de ciervo, o chorizo, queso en aceite o un poco de cada. Lo corta cuidadosamente sobre la tabla de silicona naranja. Lo pone en un plato, vuelve a agarrar la lata de cerveza y se va al salón. Suspira al poner el culo en el sofá, se hunde en él, con el mando de la televisión en la mano. Primero zapping y después, cualquier capítulo de una serie cualquiera. Disfruta de su aperitivo solitario y se asegura de terminarlo antes de que su hijo o su esposa lleguen. No soporta que metan sus manazas en el plato. Y ahora el médico le ha dicho que no.

No es el primer aviso, es un superviviente de un susto que se quedó en eso, un susto que duró unos meses.  La última vez, se dice, sí, la última. Y como todos los días, se dirige al frigorífico, ese gigante blanco que alberga lo que más quiere. Es martes pero lo va a celebrar como viernes. Total, la cita con el médico podría haber sido mañana. Realiza su ritual de despedida y con el último trozo de patata decide que se lo tiene que contar a su mujer, necesita a alguien que le diga lo que tiene que hacer, que le obligue a cuidarse.

Cuando se levanta del sofá, escucha la puerta principal. Es ella, a las 20:33, como todos los días. Deja la bolsa del gimnasio en la entrada y le mira como siempre, juzgando su capricho, en silencio.

— Tenemos barbacoa en casa de mi hermana el domingo, cariño. ¿Qué tal en el médico?— Él calla, analiza la situación, no puede creerlo. Llevan meses sin invitarles y justo ahora, hoy martes que el médico le ha prohibido seguir con su ritmo de vida. Su cuñada sabe algo.

—Bien cariño.

— ¿Qué tal los análisis? ¿El colesterol bien? ¿Y la tensión?

La tensión culinaria no resuelta se masca en el ambiente. «¿Le digo la verdad? ¿Espero a la semana que viene? El médico se ha puesto serio, de la próxima no salgo. Si ni siquiera puedo subir los dos escalones de la entrada del portal sin ahogarme. Se lo digo, es por mi bien, por el nuestro».

— ¿Cariño? ¿Qué te ha dicho?

— ¡Ah nada! Como un chaval. Mejor que nuestro hijo y que tú, todo el día sudando haciendo ejercicio.

—Ya, tú solo sudas con el chorizo picante—.Se sirve una copa de vino tinto, ese es el ritual de ella. El que nadie juzga porque hace vida sana —.Le digo a mi hermana que vamos el domingo, ¿verdad? Podemos llevar las hamburguesas esas que te gustan tanto, a mis sobrinos les encantan.

—Sí, y algo de pollo que también está muy rico en la barbacoa—. Los ojos de ella se cierran, sospechando. Él ahoga una tos, se toca el cuello nervioso—. ¡Uy, una patata! Voy a beber agua.

Silencio, nadie dice nada. Él sale de la cocina pensando que no tiene por qué renunciar a todo. Por un poquito de vez en cuando, no pasa nada.

Llega el domingo, se ha propuesto comer ensalada a escondidas para no levantar sospechas, algo de pollo y nada de chorizo, ni panceta, ni nada de butifarra. Menos cervezas, más agua. Una misión difícil.

El aperitivo va bien. Su mano sobrevuela el bol de nachos con queso, con resistencia. No es fácil. Los dedos le huelen a apio con hummus que ha preparado su mujer. El sobrino pequeño le ha pillado con el snack, tuerce la cabeza extrañado. Engulle el apio de un bocado para ocultar la prueba.

— ¿Cómo van esos choricillos, cuñado?—Disimula.

—De lujo, a ti te tocan tres por lo menos. Son de mi pueblo—.Cierra los ojos con pena, es la prueba de fuego. Tiene que poder soportarla—. ¿O a lo mejor prefieres unas verduritas a la plancha?—El mocoso se ha chivado, su cuñado suelta su risa escandalosa. Nota como su cara va enrojeciendo. Lo ha intentado.

Mira a la parrilla y con su propia mano, engancha un chorizo a medio asar. Lo muerde con fuerza y con la boca llena, dice:

— ¡Mira que verdurita me como, cuñado! ¡Y ésta! ¡Y ésta también! ¡Y mira ésta que es bebible!—Abre con rabia una lata de cerveza y se la bebe de un trago ante los ojos atónitos de todos. El corazón le late con fuerza mientras engulle la carne, los nachos, la ensaladilla, le da un manotazo al hummus y a las rebanadas de pan con tomate y exhausto cae al suelo, inconsciente.

 Esta vez también se ha librado, se ha quedado a un chorizo de la muerte. 

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